Los libros en el imaginario cinematográfico

Montserrat Durán Albareda //

Sería heroica la tarea de identificar en toda la producción cinematográfica las referencias bibliográficas fundamentales que se han hecho a lo largo de su historia. La literatura como imaginario cinematográfico ha dado para mucho, sí, pero también lo ha hecho de muchas maneras. Literatura y cine siempre han andado juntos. Una película, por ejemplo, necesita de un guión y qué es un guión si no una historia que se ha escrito, donde además de los aspectos literarios, les sumamos los técnicos y gráficos para alcanzar ese proyecto audiovisual global que es una película.  El vínculo entre ambos queda, si cabe, aún más reforzado si pensamos en las tan celebradas adaptaciones que se han hecho de grandes e icónicas obras literarias: Desde Il Gattopardo de di Lampedusa (publicada póstumamente en 1958) por Visconti (1963), hasta A sangre fría de Capote (1966) por Brooks (1967), y que escojo espontáneamente de entre mis referencias. Y al repensarlas como reputadas y estimadas adaptaciones nacionales, me gusta recordar Los santos inocentes, la extraordinaria obra de Miguel Delibes que, publicada en 1981, Mario Camus llevó al cine poco después (1984): era necesario contar la tremenda injusticia cometida contra los parias, absolutamente feudalizados bajo el régimen franquista; una historia de la barbarie a través del inframundo de esa familia de guardeses, ejemplo de lo más desamparado, de lo más estigmáticamente analfabeto. Grandes historias que explican tremendas realidades que vamos asumiendo a costa de oírnoslas, de contárnoslas, volviendo a leerlas, una vez y otra, adaptándolas a todos los lenguajes posibles; obras que forman parte de la memoria cultural de cada país. Testamentarias.

Y siguiendo: ¿Cuántas películas hablarían específicamente de libros o de librerías (y bibliotecas), sean privadas o públicas, como espacios emblemáticos? De películas y librerías, hablamos hace un tiempo en el blog de la Escola de Llibreria.

Sin embargo, si optamos por esta última casuística, la lista sigue siendo ingente. ¿Conviene que dejemos de lado las adaptaciones de lo que ya han sido literaturas primeras, donde unos ciertos libros han sido ya protagonistas indiscutibles?: El nombre de la rosa —la tan apreciada y extraordinaria aventura medieval de Umberto Eco de 1980 que Jean-Jacques Annaud llevó al cine en 1986—; ¿y cuántas más?: El paciente inglés —Anthony Minghella, 1996 y basada en el libro homónimo de Michael Ondaatje, 1992—, Expiación. Más allá de la pasión —Joe Wright, 1997 y adaptada de la obra de Ian McEwan, Atonement, 2001—, La buena esposa —Mark Foster, 2017 y adaptada del libro de la escritora americana Meg Wolitzer, The Wife, 2003—, La librería —Isabel Coixet, 2017, según el libro homónimo de la escritora inglesa Penelope Fitzgerald, 1978; un gran éxito editorial, aquí, de Impedimenta—. Y seguimos rememorando… ¿Qué uniría o distinguiría películas tan populares y míticas como Fahrenheit 451 —François Truffaut, 1966 y basada en la novela homónima de Ray Bradbury de 1953—, El lector —Stephen Daldry, 2008 y basada en su homónimo de 1995 del siempre tan interesante escritor alemán Bernhard Schlink—, La ladrona de libros —Brian Percival en 2013 y basada en la novela homónima de Markus Zusak de 2005—? Pues algo así como una suma de tramas que tienen como motor principal el libro como producto y memoria de una cultura y, sobre todo, nos hablan de la tensión personal que provocan en el autor al escribirlos y al lector en leerlos, pero todas ellas películas adaptadas y/o basadas en otras obras literarias que las han inspirado.

Otras muchas películas colmadas de elementos literarios son las que fueron escritas para ser llevadas directamente al cine; algunas de ellas serían: El club de los poetas muertos (Peter Weier, 1989), Basada en hechos reales (Roman Polanski, 2017) y Una cara con ángel —Stanley Donen, 1957, con guión original de Leonard Gershe y que será la adaptación de un musical de George Gershwin de 1927—. Pero también, y antes de dejar estos apuntes iniciales, pienso en una película que es una adaptación a la que, a diferencia de las anteriores, se optó por cambiarle el título: La novena puerta (Polanski, 1995), escondida en la obra de Arturo Pérez-Reverte, El club Dumas (1993) y que contiene uno de los elementos más apreciados en el cine y en la literatura: los bibliófilos y su locura para conseguir el libro más estrambótico, en este caso, un libro satánico. Ah, pero si pensamos en libros satánicos, inmediatamente nos vienen a la mente libros sanadores. El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) podría ser una referencia a lo fantástico, a los cuentos de hadas, capaces de crear una realidad paralela desde donde huir de la violencia de los hombres; de hecho, la épica huida de la terrible realidad en la postguerra española: escapar del monstruo.

Y ahora, ¿qué hacemos con todas esas películas que, con una cierta promiscuidad, hemos querido saber qué leía en ese momento el protagonista? Recuerdo haber mitificado Los desterrados (Horacio Quiroga, 1926) porque Viggo Mortensen lo leía, desnudo en la bañera de su cabaña en Todos tenemos un plan (Ana Piterbarg, 2012)… Y me divierte recuperar aquí Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), cuando John Travolta, en el papel de Vincent Vega que, cada vez que iba al baño, la trama enloquecía, y en una de esas secuencias lo vemos sentado en la taza del wáter leyendo un ejemplar del cómic Modesty Blaise (1963-2002) de Peter O’Donnell… Momentos íntimos, momentos universales que el cine ha querido poner en relevancia… ¿Cuántas referencias descubriríamos si pusiéramos en común esos pequeños hallazgos que hemos ido encontrando en todas las películas que hemos visto a la largo de nuestra vida como espectadores? Pues también hemos de dejarlo de lado, por incontable y por muy personalmente intransferible. Antes, sin embargo, podríamos añadir aquí los pequeños homenajes de directores de cine a los libros que forman o han formado parte de su vida, haciéndolos aparecer en sus películas como un rastro a seguir, como una adivinanza que se presenta al espectador, pero que, a diferencia de las anteriores, acertamos a adivinar el vínculo existente de motu proprio o, como pasa en la mayoría de las veces, cuando entre espectadores de una misma película, la comentamos, la ponemos en común. Pienso concretamente en la reciente Érase una vez en… Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) donde el director quiere escenificar expresamente a Sharon Tate (Margot Robbie) entrando en una librería a comprar el libro Tess, la de los d’Urberville (Thomas Hardy, 1891) para regalar a Roman Polanski, en la película Rafal Zawierucha). En 1979 Polanski llevó el libro al cine y se lo dedicó: titulada Tess, fue un homenaje a la que fue su esposa, víctima de ese atroz crimen por parte de Charles Manson y su banda, el día 9 de agosto de 1969; una tragedia que convulsionó a todos, por brutal y mediática.  

¿Y las películas que son biografías de escritoras y escritores?: Las horas —Michael Cunningham, autor del libro publicado el 1998 y de Stephen Daldry, la película en 2002— un biopic sobre  Virginia Woolf mientras escribía Mrs. Dalloway (1923) y también, por ejemplo, Capote (Bennett Miller, 2005) donde se recrea a Truman Capote viviendo e investigando para lo que será A sangre fría —con esa magnífica interpretación del malogrado Philip Seymour Hoffman— y más todavía: Allen Ginsberg, poeta, a través del film Aullido (Paul Hyett, 2015) e interpretado por James Franco, y Stefan Zweig: Adiós a Europa (Maria Schrader, 2016), Maravilloso Boccaccio (Paolo & Vittorio Taviani, 2015), Pasolini (Abel Ferrara, 2014), Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont, 2013), Hannah Arendt (Margarethe von Trotta, 2012)… Sí, realmente otro mundo, otras maravillas en pos de tantos literatos y literatas fundamentales.

Antes de dejar este último apunte, estaría bien tener en cuenta que nuestro cine ha resultado poco amante de producir biografías de escritores nacionales. La más potente de entre esas pocas, por demoledora y rompedora, sería El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) que el director dedicó a la familia de escritores y poetas Panero. La evidencia más clara en este tipo de biografías llevadas al cine es que siempre encontraremos al escritor y su obra y siempre se hablará inequívocamente de libros y más libros: libros siendo pensados, libros siendo escritos, libros haciéndose, libros que se han escrito: el relato de unas vidas apasionadas, sometidas al peso de la literatura y su proceso de creación.

También los libros son a menudo un recurso empleado para dar ambientación a las películas, una especie de toque, un atrezzo muy especial, enamoradizo. Si prestamos atención en ellos, podríamos extraer un mapa emocional con garantía de hacer del cine una fiesta de la literatura, casi como hemos hecho con los celebrados cameos de Hitchcock en sus películas. Y como en el cine, como en la literatura, todos tenemos debilidades o practicamos un cierto culto; me gustaría mencionar aquí a Pedro Almodóvar porque su cine va lleno de referencias literarias (así, como artísticas en general) que transforma en icónicas a manos de sus personajes. Dolor y gloria (2019), su última película, es una apoteosis de confluencias literarias. Y qué decir de las publicaciones en que se han convertido sus más celebrados guiones: La flor de mi secreto, Carne trémula, Todo sobre mi madre, Hable con ella, La mala educación, Volver, La piel que habito, Dolor y Gloria (Reservoir Books, 2019).

Por tanto, si queremos llegar a buen término, debemos seguir rastreando, preguntando: ¿Cuántas películas encontraríamos en nuestra memoria cinematográfica en las cuales el recurso de utilizar libros son parte fundamental del argumento, de la trama? Películas en las que uno o varios libros son una herramienta esencial en la narración, libros que devienen símbolo o metáfora buscada… Quisiera recuperar de mi efímera memoria cinematográfica esas películas donde el libro sea algo más que un hallazgo, un divertimento o un atrezzo. Películas en las cuales los libros, sin parecer tener un protagonismo central, están ahí para dar la justa medida del mensaje que el director pone para que el espectador los revele. Eso que llamaríamos símbolo, metáfora o alegoría; algo más que un accidente metaliterario, presentado en forma y momento adecuados: ese reflejo intuitivo que va fraguándose mientras estamos de lleno en el contenido de esa historia hasta llegar al fin de la película. Es entonces, cuando reflexionamos la obra, la ponemos en común al salir de la sala y llega ese momento mágico en que la hacemos nuestra porque hemos llegado a su corazón a través de esos signos: la aprehendemos, la poseemos en su totalidad.

La soga (Alfred Hitchcock, 1948) es una fijación mía que viene de antiguo y por eso me gusta recuperarla aquí. La película empieza con un asesinato. Sabemos quién es el muerto y quienes son sus asesinos. La trama es ese suspense, esa espera en saber si llegará a descubrirse (o no) por parte de los invitados a la cena que se celebra en este apartamento donde todo ha sucedido y está sucediendo a tiempo real. Un thriller pues, en el que los protagonistas y los espectadores hacemos un camino distinto. El cómo y el por qué son ventajas que nos regala el director, otorgándonos, además la ardua tarea de cargar con el dilema moral que supone debe ser desvelado (o no) el crimen: la impunidad (o no) ante ese crimen por parte de unas personas que se creen seres superiores. Que los protagonistas pertenezcan a una clase social pudiente y elitista culturalmente es un golpe al estómago que nos deja fuera de combate. Y es así como lo palpamos, porque los elementos utilizados para esta acción criminal pertenecen al mundo de la educación y la civilización por excelencia: los libros. Desplazados éstos de su contenedor original —el baúl— para usarlo como ataúd provisional, son atados más tarde con la misma soga con la que se ha estrangulado al amigo para ser entregados, en modo hatillo, al padre de la víctima; totalmente ajeno este a esa macabra función que ha tenido lugar poco antes: lo sublime en el arte del crimen ha desplazado a lo sublime en la cultura. Hitchcock se nos presenta aquí, además de loado maestro del suspense, como un brillante ensayista de la falacia: un doble y falso dilema (el asesinato como arte y la vulnerabilidad de la cultura)   

La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999) es la historia de la preguerra española a través de la metamorfosis final entre un maestro de escuela y uno de sus alumnos. Hasta que no llega la catarsis final con el alzamiento militar y los consiguientes paseíllos y ejecuciones, todo es maravilloso, humanamente esperanzador: el niño quiere aprender y el maestro quiere enseñar. Sin embargo, apuntando amenazadoramente, existe una sombra, una duda en mostrarse demasiado expansivamente. El maestro intuye que hay cosas que más vale guardar de la vista de los demás, ya sea un niño o un inocente. El ambiente tranquilo y festivo de esa comunidad presiente una inseguridad, no solo el maestro recela…  Esa libertad recién conquistada es frágil, inclusive muy púdica. Por eso, cuando el maestro —ese gran Fernando Fernán Gómez— se ofrece a guiar a su alumno en sus lecturas, de entre los libros de su biblioteca personal toma primero La conquista del pan (Piotr Kropotkin, 1892), para inmediatamente devolverlo al estante y se desplaza hasta otra estantería de donde le entregará definitivamente un ejemplar de La Isla del tesoro. La secuencia puede parecer insignificante, pero es precisa, contundente, y el director nos ha dado tiempo —y foco— suficiente para que distingamos los títulos de ambos libros: la manifiesta indigna renuncia a la que están siempre abocados los perdedores. La cámara haciendo este sencillo movimiento, explica una parte fundamental del contenido de la película. La secuencia sirve para explicar con gestos e imágenes —los libros— la autorepresión libertaria y el miedo a dejarse ver, a significarse: ese verbo, esa palabra maldita, que se prodigará como la pólvora, fatal e irreversible.

En Retrato de una mujer en llamas (Céline Sciamma, 2019) la presencia de un libro es algo más que una referencia concreta: es una cuestión de género, de rol. El libro, propiedad de la joven ama, pasará a manos de su sirvienta; todo en una secuencia maravillosa: tres mujeres abandonarán por unos días sus respectivos roles asignados para encontrarse y otorgarse mutuamente eso que llamamos libertad en comunidad. El control que ejercía la propietaria y madre de la joven ama ha marchado de viaje y ellas intuitivamente han empezado una aventura donde la solidaridad, el encuentro de la libertad, están maravillosamente contados. En la cocina, una noche, vemos a las tres jóvenes con los papeles invertidos: la joven ama cocina, la pintora pone la mesa y la sirvienta cose. En una sola secuencia la directora pone su inteligencia narrativa y visual al servicio de una causa rebelde; quiere mostrar que la libertad es la suma de querer y poder, sin normas ni modelos que nos aten a ser y hacer lo que la sociedad nos tiene regulado. El libro, que acaba en manos de la sirvienta, funciona como símbolo de lo que habría de ser posible, por necesario e ineludible: la educación universal. Cine doblemente militante.

La tan actualmente celebrada distopía El Hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019) la podemos repensar como una sátira a la voracidad acumuladora y egoísta del mundo capitalista, pero también como una alegoría a la manera del mito de la caverna de Platón o de Saramago (Ensayo sobre la ceguera). Y es que este espacio de ficción, llamado «El Hoyo», oficialmente es el «Centro Vertical de Autoayuda» (CVA), un lugar donde someter al hombre y desafiarlo a luchar por su supervivencia, enfrentándolo a él mismo y al resto de penados; un espacio de reflexión para encontrar el equilibrio entre fuerza y trascendencia.

Cada preso se ha podido llevar del mundo exterior aquello que le ha parecido más importante para superar la prueba durante ese misterioso cautiverio: el viejo Trimagasi (Zlorion Eguileor) ha escogido un cuchillo y Goreng (Ivan Messegué) un libro, El Quijote. Dos maneras de sentirse acompañado y protegido. ¿Puede ser más claro el mensaje —el símbolo— de cómo enfrentarse a la propia supervivencia? Evidentemente, ambos elementos irán cambiando de manos durante el periplo de esta aventura claustrofóbica y horripilante, de la misma manera que la vida ni es lineal ni igual para todos: «Solo hay tres tipos de personas: los de arriba, los de abajo, y los que caen» (Trimagasi, dixit).

Finalmente, en esa bella ópera primera de la directora peruana Melina León, Canción sin nombre (2019), en la que fundamentalmente se habla de niños robados y de una investigación que voluntariamente emprenderá un periodista, indirectamente clama contra la falta de libertad personal y contra los abusos a los que están sometidos los diferentes y marginales en una sociedad donde la democracia hace aguas, día sí y día también. La fragilidad, el desamparo del ser humano quedará plasmado en la película, fortaleciendo aún más su argumento principal, con la utilización de un texto teatral: El zoo de cristal de Tennessee Williams (estrenada en Chicago el 1944 y una de las más representadas —leo que lo ha sido hasta en 563 ocasiones o más inclusive— y que justamente lo fue en Perú el pasado 2017, hecho que evidencia un cierto homenaje y referencia cultural por parte de la directora). La evocación se plasma de dos maneras y en dos situaciones distintas. La primera, la encontramos en que ésta es la obra que ensaya el amigo del periodista, un actor cubano que le desvelará su homosexualidad. La segunda, un ejemplar de este mismo libreto que, casualmente —y premonitoriamente—, el periodista encontrará entre los libros expuestos a pie de calle en una librería. Aquí, la literatura —un texto teatral— funciona como el símbolo universal del deseo de emancipación individual, un modelo a seguir y perseguir.  

No está todo dicho, es verdad, pero ha sido un intento estimulante. Como he dicho en estas líneas, lo mejor es siempre poner nuestras experiencias en común. Por tanto, a partir de ahora mismo, este artículo queda abierto para seguir mejorándolo con vuestras vivencias y conocimientos.

Montserrat Durán Albareda es doctora en Historia del Arte

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