Decía Ursula K. Le Guin que «un hombre puede saber a dónde va, mas nunca podrá saberlo si no regresa y vuelve a su origen, y lo atesora»; y a esta máxima parece obedecer prácticamente toda la producción literaria de Jérôme Ferrari (París, 1968), quien, de una manera o de otra, regresa siempre a la isla de Córcega que encarna sus orígenes y se sirve de ella como marco, motivo y motor de sus novelas. No obstante, en su trabajo más reciente, A su imagen (Libros del Asteroide, 2020), podemos considerar que la isla pasa a un segundo plano, o a diluirse un poco en el conjunto. Córcega se nos presenta como el punto de partida y la espina dorsal de un libro que es un réquiem todo él, pues la novela comienza en 2003 con la muerte de la joven protagonista, Antonia, horas después de un reencuentro casual con Dragan, exsoldado que ella conoció diez años atrás en los Balcanes, cuando fue fotógrafa de guerra. El otro protagonista, tío y padrino de Antonia, además de sacerdote, será quien oficie su funeral y quien vaya recordando a su desdichada sobrina durante la liturgia, cuyas fases van marcando el ritmo de los capítulos.
Sin embargo, podemos decir que Antonia y su padrino desempeñan la labor de actores principales de la trama de la novela. En paralelo a esta, discurre otra vía claramente protagonizada por una entidad abstracta: la fotografía. Que a Ferrari le fascina esta disciplina es algo que ya saben sus lectores —por poner un ejemplo, la novela que le valió el Premio Goncourt, El sermón sobre la caída de Roma, también ubicada en Córcega, también con la religión como sonsonete de fondo, se abre con la detalladísima descripción de una foto de familia—; pero aquí el autor no explora la fotografía como arte o como instrumento de memoria familiar, sino como testigo y hacedora de muerte, hacedora en la medida en que aprehende una realidad y la fija y reproduce para siempre. ¿Para qué sirve la fotografía cuando «trunca el curso del tiempo igual que la Moira implacable»? (p. 125) A Ferrari le interesan los vínculos ambiguos que se establecen entre las imágenes, la realidad y la muerte, en una especie de danza macabra, y el papel que desempeñan tanto el fotógrafo como el observador de esos instantes detenidos. Para Ferrari,
La historia de la fotografía empezó por lo inerte, cuando el sol tenía que acabar su carrera por el cielo sobre la propiedad de Nicéphore Niépce antes de que por fin se imprimiera sobre una placa de metal la extraña imagen de los muros iluminados por todos los lados a la vez y la silueta negra de un árbol frutal congelado en la luz. Era, pues, inevitable que, superando sus primeros pudores, la fotografía pasara de la inmovilidad de las piedras, de las flores secas y las balas de cañón a otra no menos perfecta, la de los cadáveres, los antepasados embalsamados, los niños muertos a temprana edad, los soldados de la Unión en el campo de batalla de Gettysburg, los guardias nacionales y los fusilados de la Comuna alineados en ataúdes de tablas. (p. 53)
Jérôme Ferrari
Ahondando en esta correlación, la novela contiene dos capítulos dedicados a las vicisitudes de sendos fotógrafos que vieron marcada su actividad por las guerras y las muertes que nos dejó el primer tercio del siglo xx: Gaston Chérau, periodista francés que con su pluma y su cámara inmortalizó las atrocidades cometidas por los italianos en Tripolitania durante la guerra ítalo-turca de 1911 (conflicto que ostenta el dudoso honor de ser el primero en que hubo bombardeos aéreos); y el serbio Rista Marjanović, pintor reconvertido a la fuerza en fotógrafo («porque no está permitido consagrar toda una vida a la belleza cuando uno ha nacido en 1885 en los Balcanes») que transitó los infiernos y purgatorios de una Europa en continua reconfiguración y descomposición.
Por otro lado, en un movimiento pendular constante que va del pasado al presente y viceversa, Ferrari vuelve a centrarse en Antonia y relata la trayectoria de una profesional que, harta de fotografiar para un diario local torneos de petanca y pintadas con faltas de ortografía de unos terroristas corsos con los que también se ha hartado de convivir, se marcha a Yugoslavia en pos de algo más, de algo «mejor». De esta manera introduce Ferrari esa supuesta tensión que existe entre la fotografía como arte mayor y arte menor, y se pregunta cuál es la utilidad de la imagen cuando todo se desmorona dentro y fuera de nosotros. La ironía reside en que Antonia, tras esa experiencia balcánica inenarrable, se recicla en fotógrafa de bodas.
Llegados a este punto, me permito señalar el valor que tuvo para esta lectora —y traductora de la novela— la observación de las fotografías que Ferrari describe con tanta suntuosidad como crudeza desprenden las imágenes. En los niveles de lectura que entraña traducir un texto de la complejidad —en forma y fondo— a la que Ferrari acostumbra, las instantáneas de Chérau, Marjanović, Don McCullin, Kevin Carter, Gérard Malie o Ron Haviv (entre muchos otros) ejercieron de ancla y de brújula, abrieron puertas, ofrecieron pistas y allanaron un camino a veces cubierto por un manto de nieve virgen y a veces sembrado de cadáveres.
En definitiva, Ferrari nos propone una novela riquísima, tanto en imágenes como en hilos estéticos, históricos y filosóficos de los que él tira con sutileza y maestría. Y, por supuesto, sin darnos las respuestas a las preguntas que se plantea, que es lo que hace de A su imagen un prodigio de belleza y desolación, una experiencia similar a la de contemplar la fotografía de una escena de barbarie con una composición sublime.
«Se publica la segunda foto de Ron H. En ella se ve a uno de los hombres de Arkan a punto de asestar un puntapié a tres civiles bosnios que él mismo acaba de asesinar. El paramilitar parece muy joven. Lleva, sujetas sobre la cabeza, unas gafas de sol con montura blanca que indican claramente que la instantánea pertenece no a la historia sino a la actualidad. Apoya todo su peso sobre la pierna izquierda, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia atrás, la pierna derecha recogida, lista para golpear. En la mano izquierda sostiene un cigarrillo entre los dedos indolentemente separados, en un gesto de una elegante dejadez aristocrática. Un hombre y dos mujeres yacen sobre la acera, relucientes de sangre fresca. No se sabe a cuál de los cadáveres se dirige la patada.
Antonia V. enseña la foto a su padrino.
Es el pecado, murmura él.
No sirve para nada, dice Antonia. A todo el mundo le da igual.
Y eso también es el pecado, añade su padrino. El pecado del mundo.»
(p. 179)
«No comprende la aparente indiferencia con la que han muerto los condenados, como tampoco comprende la indiferencia de la muchedumbre que se juntó alrededor de la horca de la que penden durante todo el día los catorce cadáveres, a pleno sol, rodeados del denso zumbido de las moscas, y él fotografía todo lo que no comprende, se acerca a los ahorcados, saca primeros planos de sus caras, le parecen muy hermosos, está muy cerca de ellos, nadie se acerca tanto. No desvía la mirada, no le dan miedo. Se siente como petrificado por un hechizo. Y conservo en la memoria el rostro de un anciano de barba blanca y cara de adolescente. A última hora de la tarde, sigue ahí cuando vienen a descolgar los cuerpos para apilarlos en una carreta, saca fotos que parecen cuadros religiosos, escenas de piedad, descendimientos de la cruz, y el velo de las musulmanas le recuerda a María Magdalena junto al sepulcro.»
(p. 58-59)
Regina López Muñoz (Málaga, 1985) ha traducido un centenar de libros desde 2011, de autores tan dispares como Mary Karr, Éric Vuillard, Mario Rigoni Stern, Edna O’Brien, Joann Sfar o Charlotte Delbo, y espera que sean muchos más (libros y autores).